lunes, 28 de agosto de 2017

Los riesgos de la soledad en la vejez

Pocas veces consideramos que la insuficiencia de redes sociales, sentirse solo y poco integrado, puedan implicar consecuencias más allá de lo psicológico. Sin embargo las últimas décadas han sido particularmente prolíficas en investigaciones que muestran la relevancia que tienen estas carencias en el estado de salud general, el declive funcional y aún en el riesgo de mortalidad. Una publicación en la revista Heart alertaba que la soledad y el aislamiento social incrementan hasta un 30%, el riesgo de padecer una cardiopatía isquémica o un ictus (Valtorta y otros, 2016). Así como sentir una soledad extrema en la vejez puede aumentar en un 14%las posibilidades de muerte prematura (Cacioppo, 2014).
En este caso quisiera referirme a sus implicaciones en los adultos mayores y a un factor menos conocido, su relación con las demencias.Para su análisis es importante aclarar la diferencia que se establece entre aislamiento y soledad. El primero es un indicador objetivo de integración social, asociado a la falta de relaciones familiares, amistad, vecinos o personas con quien contar.
El segundo, no implica necesariamente carecer de redes sociales, sino que los vínculos no producen satisfacción, ya que no resultan lo suficientemente cercanos ni brindan la confianza anhelada. Es decir, el sentido de la soledad, en este caso, se asocia con sentirse poco integrado al medio, muy distinto a la soledad como una opción.
Desde hace algunos años se halló evidencia de que la integración social se encuentra asociada con tasas reducidas de deterioro cognitivo a edades más avanzadas, y que el aislamiento social puede contribuir al aumento del riesgo de demencia. Para lograr un conocimiento más concluyente se buscaron investigaciones longitudinales, es decir a lo largo de un período de tiempo, que corroboren la relación de la soledad y el aislamiento con respecto a las demencias.
Rafnsson y otros (2017) tomaron el Estudio Inglés Longitudinal sobre Envejecimiento, realizado durante 6 años, con el objetivo de probar si la soledad y los diferentes aspectos de la integración social (estado civil, número de conexiones estrechas y un índice de aislamiento social), se asocian con demencia futura, independientemente de otros factores considerados de riesgo como la cognición inicial, la educación, la salud física, la depresión o la inmovilidad.
Los resultados de este estudio reportaron datos de gran importancia. Algunos de estos, quizás más conocidos por otras investigaciones, mostraron que la distribución afecta más a quienes no tienen pareja, a mujeres, a personas con menor nivel educativo y económico, así como a los más propensos a tener hipertensión, diabetes, accidente cerebrovascular y cardiopatía coronaria.
Lo que reveló esta investigación es que la soledad se relacionó de manera directa, e independientemente de otros factores de riesgo, con una mayor probabilidad de desarrollar demencia, mientras que el aislamiento social no. Estos hallazgos fueron consistentes con dos estudios previos que mostraron las mismas tendencias.
Algunas de las razones que podrían explicar esta transformación del dolor psíquico en un daño orgánico específico, van desde factores asociados al estrés de sentirse más solos, que genera la activación de mecanismos neurales y endocrinos, ante la cual puede haber una carencia de recursos para amortiguar dicha respuesta; el aumento de hábitos nocivos que pueden entrañar la soledad, como no hacer actividad física, el tabaquismo o el alcohol, entre otros, o la carencia de contactos que limitan la actividad cognitiva. Factores que pueden provocar lesiones permanentes a nivel biológico que pueden culminar en las demencias.
Esta investigación brinda nuevas respuestas al enigmático dolor humano y su inevitable interrelación entre lo psicológico y lo físico. Pero también permite despertar a la población frente al riesgo que conlleva la soledad en la vejez. Muchas veces más preocupada en cuidar los cuerpos que sus vidas, en un sentido más amplio e integrador, o en considerar que se evita la soledad por el simple hecho de vivir con otras personas.
Una mayor comprensión de las diferentes dimensiones de la soledad y el aislamiento, debería ayudar al desarrollo de políticas sanitarias que atiendan esta población y den seguimiento a estos procesos a lo largo del tiempo. Las intervenciones diseñadas para reducir el aislamiento pueden tener enfoques diferentes a las destinadas a aliviar la soledad y proporcionar un mayor sentido de pertenencia. Cuando una persona puede encontrar en el otro un apoyo seguro, capaz de ajustarse a las características personales y a las necesidades situacionales, permite reducir el impacto del estrés eliminando o reduciendo los factores perturbadores y reforzando los recursos individuales.
Las largas vidas que nos ofrece este momento histórico son un privilegio al que no podemos llegar, ni como personas ni como sociedad, desconociendo sus desafíos y sus oportunidades.
Ricardo Iacub es Doctor en Psicología (UBA), especialista en Tercera Edad

Publicado en Diario Clarín

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